domingo, 15 de septiembre de 2013

15 de septiembre: Nuestra Señora de los Dolores

I. El dolor de la Virgen en la infancia y en la pasión de su Hijo:

El misterio de la participación de la Virgen madre dolorosa en la pasión y muerte de su Hijo es probablemente el acontecimiento evangélico que ha encontrado un eco más amplio y más intenso en la religiosidad popular, en determinados ejercicios de piedad (Vía crucis, Vía Matris...) Y, en proporción con los demás misterios, también en la liturgia cristiana de oriente y de occidente. Es curioso cómo estas tres dimensiones de la piedad están idealmente unidas en la liturgia de rito romano en el Stábat Mater, atribuido a Jacopone de Todi, secuencia nacida en un contexto de intensa religiosidad popular, utilizada de varias maneras en los ejercicios piadosos y, aunque de forma facultativa, presente en la liturgia de las horas y en la liturgia de la palabra de la misa del 15 de septiembre de la Virgen de los Dolores. Esta singularidad revela que las tres áreas de piedad que hemos señalado, dejando aparte ciertas intemperancias ocasionales, reflejan agudamente lo esencial del misterio evangélico.

Pero el dolor de la Virgen, aunque encuentra en el misterio de la cruz su primera y última significación, fue captado por la piedad mariana también en otros acontecimientos de la vida de su Hijo en los que la madre participó personalmente. En general, se suele considerar el dolor de la Virgen en la infancia de Jesús y no sólo en su pasión. La meditación cristiana captó y en cierto modo fue codificando progresivamente a lo largo de los siglos siente sucesos dolorosos, siete episodios bíblicos en los que está atestiguada expresamente o intuida por la tradición la participación de María. Se recuerda la subida al templo de José y de María para presentar allí a Jesús a los cuarenta días de su nacimiento, con la relativa profecía del anciano Simeón: “Una espada atravesará tu alma” (Lc. 2, 34-35). Espada que es, “según parece, la progresiva revelación que Dios le hace de la suerte de su Hijo”; espada que penetrando en María le hará sufrir; espada que penetrando en María le hará sufrir; espada símbolo del camino doloroso de la Virgen, que en la tradición posterior será asumida como signo plástico de los dolores sufridos por la madre del redentor y representada luego en número de siete puñales clavados en el corazón de la Virgen. El camino de fe de la Virgen se vio muy pronto marcado por un nuevo suceso doloroso: la huida a Egipto con Jesús y José (Mt. 2, 13-14). Y una vez más, durante la infancia de Jesús, el suceso de la pérdida en Jerusalén y la búsqueda ansiosa y dolorida de María y de José (Lc 2, 43ss), que se concluirá con el hallazgo del Hijo en el templo, nuevo motivo de meditación y de interpretación sobre la voluntad de Dios en el corazón de la madre. La contemplación de la tradición ha querido descubrir en la subida de Jesús con la cruz al Calvario la experiencia síntesis del camino de fe de la madre, y aunque los evangelios no mencionan nada de eso, la piedad tradicional ve también la presencia de María en el encuentro de Cristo con las mujeres (Lc 23, 26-27). Como ya se ha dicho, es en el acontecimiento de la crucifixión donde encontramos el significado primero y último de la Dolorosa: “Estaban en pie junto a la cruz de Jesús su madre, María de Cleofás, hermana de su madre, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo que él amaba, dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre” (Jn. 19. 25-27a). Y una vez más la devoción de los fieles quiso prolongar la participación amorosa de la madre en la muerte redentora del Hijo recordando, como en un díptico, la acogida en el regazo de María de Jesús bajado de la cruza (Mc 15, 42), acontecimiento objeto de atención particular por parte de pintores y escultores, y la entrega al sepulcro del cuerpo exánime de su Hijo (Jn 19, 40-42a).


II. Situación actual en la doctrina y en la liturgia.

1. La doctrina:

La distribución antigua y contemporánea de los aspectos del dolor de María de Nazaret, más allá del reparto de los misterios que tuvo lugar en otros siglos que los veneraron por separado, en la sensibilidad teológica de nuestros días y también, al parecer, en la piedad de los fieles, no se percibe como una división puntual de compartimientos estancos, sino que, incluso en la especificación de los diversos episodios, los dolores se relacionan armónicamente con el camino de un misterio de fe que conoció el sufrimiento, en comunión total con el hombre de dolores y abierto a la voluntad de Dios Padre. Tenemos una síntesis autorizada de esta nueva mentalidad en el magisterio del Vat II: “También la Virgen bienaventurada avanzó en esta peregrinación de la fe y mantuvo fielmente su comunión con el Hijo hasta la cruz, ante la cual resistió en pie (Jn 19,25), no sin cierto designio divino, sufriendo profundamente con su unigénito y asociándose a su sacrificio con ánimo maternal, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella había engendrado” (LG 58). En realidad es la comunión profunda, que en cierto modo se hace consciente, entre la madre y el Hijo, comunión ligada no solamente a la generación, sino también a la fe, lo que llevó a María a cooperar en la obra de Jesús hasta el Calvario: “Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, sufriendo con su Hijo moribundo en la cruz, cooperó de un modo muy especial a la obra del Salvador, con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad para restaurar la vida sobrenatural de las almas” (LG 61)

Debido a esta participación amorosa y total, María se convierte “para nosotros en madre en el orden de la gracia” (KG 61). La enseñanza conciliar ha abandonado de hecho los problemas sutiles y las objetivaciones ontológicas, explicitando la doctrina mariológica de las encíclicas papales que se habían ocupado de estos temas con datos bíblicos y existenciales. Por esta línea ha seguido la investigación, sirviéndose especialmente de la profundización exegética que subraya como María junto a la cruz, como hija de Sión, es figura de la iglesia madre a cuyo seno están convocados en la unidad los hijos dispersos de Dios, con sus relativas consecuencias, y cómo “en la pasión según Juan -de tan altos vuelos teológicos- Jesús es el hombre de dolores, que conoce bien lo que es sufrir (Is 53,3), aquel a quien traspasaron (Jn 19,37; Zac 12,1). Y paralelamente su madre es la mujer de dolores... Ella expresa también el modelo de perfecta unión con Jesús hasta la cruz. Precisamente el estar junto a la cruz, la propia y la de los demás, es una de las tareas más arduas del amor cristiano, que exige alegrarse con los que se alegran (Rom 12,15; Jn 2,1: bodas de Caná) y llorar con los que lloran (Rom 12,15; Jn 19,25: la cruz de Jesús)”.

Esta ejemplaridad de María adquiere nuevos matices de profundización en las reflexiones de un episcopado como el de Sudamérica: “En María se manifiesta preclaramente que Cristo no anula la creatividad de quienes le siguen. Ella, asociada a Cristo, desarrolla todas sus capacidades y responsabilidades humanas, hasta llegar a ser la nueva Eva junto al nuevo Adán. María, por su cooperación libre en la nueva alianza de Cristo, es junto a él protagonista de la historia”. El misterio de la mater dolorosa, leído en relación con Cristo y con la iglesia, se convierte en experiencia vital para el cristiano no sólo respecto al conocimiento de la historia salvífica, sino también como fuente singular de consuelo y de esperanza para su vida cotidiana.

2. La liturgia:

a) 15 de septiembre: Virgen de los Dolores, memoria.

En la exhortación apostólica Marianis cultus, Pablo VI, después de destacar la presencia de la madre en el ciclo anual de los misterios del Hijo y las grandes fiestas marianas, presenta de este modo la memoria del 15 de septiembre: “Después de estas solemnidades se han de considerar, sobre todo, las celebraciones que conmemoran acontecimientos salvíficos, en los que la Virgen estuvo estrechamente vinculada al Hijo, como... la memoria de la Virgen Dolorosa (15 de septiembre), ocasión propicia para revivir un momento decisivo de la historia de la salvación y para venerar junto con el Hijo exaltado en la cruz a la madre que comparte su dolor”.

El día después de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, la ecclesia celebra la compasión de aquella que se mantuvo fiel junto a la cruz. Esta memoria tiene un formulario propio (trozos bíblicos y textos eucológicos) para la celebración eucarística y partes propias para la liturgia de las horas. El contenido de la colecta nos puede ayudar a captar el significado de esta celebración: el carácter cristológico de la primer parte (la actio gratiarum) y el eclesilógico de la segunda (la petitio) colocan inmediatamente la memoria del 15 de septiembre en un horizonte de solidez teológica y de amplia visión conciliar. “Señor, tú has querido que la madre compartiera los dolores de tu Hijo al pie de la cruz”. El comienzo de la oración alaba al Padre y le da gracias, porque en la hora de la redención quiso que estuviera presente la madre de su Hijo y que participara de su obra. La referencia tan clara al evangelio de Juan (19, 25; 3,14-15; 8,28; 12,32) da a las breves frases iniciales aquella luz de resurrección que el evangelista quiso derramar en el relato de la pasión y muerte de Cristo: la cruz, además de ser instrumento de dolor, es sobre todo un trono de gloria. La madre participa de esta luz. En efecto, la liturgia del 15 de septiembre imprime un carácter de glorificación al misterio del dolor de María (aclamación al evangelio; antífona de la comunión; antífona al Ben.; antífona de vísperas y lectura breve). De esta forma se sintetizan líricamente dos grandes temas de Juan: la exaltación (3,14-15; 8,28; 12,32) y la hora de Jesús (7,30; 8,20; 12,20-28; 13,1; 16,13-14). La presencia de María encuentra para los dos temas su lugar debido, el lugar querido por Dios. En la colecta esta presencia se subraya por el sustantivo mater en relación con el Filius: la hora de la exaltación en la cruz de Cristo es el punto focal del tríptico “Caná-Calvario-Apocalipsis 12", en donde aparece con toda claridad el “ser madre” de la Virgen . En Caná (Jn 2,1-11) anticipó como madre la inauguración del misterio del Hijo, invitándole a realizar el primero de los “signos”: origen de la fe en los discípulos, a quienes hace reunirse junto con ella y con los hermanos en torno a Cristo (Jn 2,12). Al mismo tiempo, María hizo anticipar también con este signo, proféticamente, aquella hora que se mostró en toda su luz cuando el Hijo del hombre reinó desde el madero y derramó la salvación sobre toda la humanidad. Además, aquella hora, en la que el Hijo prescindió de su madre (Jn 2,4), la Virgen se reveló como madre de todos, como madre de la iglesia (en este sentido hay que leer la oración sobre las ofrendas). Y una vez más la madre está junto a Cristo en la fe, representados simbólicamente en Juan los discípulos y los hermanos. En esta fe contra toda esperanza experimenta profundamente la Virgen la coparticipación en los sufrimientos del Hijo (“compatientem”, de “pati-cum”, es el término latino de la “editio typica “ del Misal romano, traducido a veces impropiamente con “dolorosa”; lo mismo puede decirse para la oración después de la comunión, en donde “compassionem B. M.V. recolentes” se ha traducido: “al recordar los dolores de la virgen María”. No sólo como madre está íntimamente unida al dolor de Cristo, sino que, como ya hemos observado, lo está como creyente bienaventurada que ve vacilar los fundamentos de su fe con la pasión y la muerte. Al mismo tiempo lucha sufriendo, esperando sólo en aquel que muere. Surge espontáneamente el recuerdo de Simeón, que había profetizado ya en este sentido: “Una espada atravesará tu alma” (Lc 2,35, del que encontramos un eco en la antífona inicial de la misa en el segundo pasaje evangélico ad líbitum, o sea Lc 2,33-35, y en la segunda liturgia de las horas sacada del Sermones de san Bernardo), y el recuerdo de su vida de fe que la había ido preparando para esta realidad: admirable expresión de los futuros fieles auténticos, que aun en medio del sufrimiento esperan únicamente en aquel que murió y resucitó. En Apocalipsis 12 parece estar clara la referencia a Jn 19,25-27. Por lo que se refiere a la “mujer”, se sabe que los exegetas andan divididos. Sin embargo, creemos que no está lejos la interpretación que ve en esta “mujer” tanto a la iglesia como a María : en efecto, “la iglesia y María son entre sí realidades complementarias, lo mismo que son las dos complementos insustituibles del mismo Cristo”. La madre del Hijo de Dios participa con él, en la hora de la historia, en la generación dolorosa de todos los vivientes, derrotando al enemigo del Hijo del hombre y participando en su glorificación por esta victoria. En este sentido el bíblico “viventium mater” (Gén 3,20) es el título perfecto de la nueva Eva. Madre espiritual y carnal de Cristo cabeza, madre espiritual de todos los miembros, de todos los hombres. Esta madre es la primera que ofrece su colaboración personal para completar la pasión de Cristo en favor de la iglesia, tal como se expresaba la Mystici Córporis refiriéndose a Col 1,24. Deseo que la liturgia, en la oración después de la comunión, sugiere que se actúe también parta la asamblea que ha celebrado la memoria de la Dolorosa como fruto final. De esta forma la madre se convierte para la ecclesia, que sigue luchando aún contra el dragón, esperando la glorificación final, en signo de una esperanza cierta y en motivo de estímulo.

La petición de la ecclesia es esencial: participar en la pasión de Cristo con aquella que es su madre y su imagen, anhelando ardientemente llegar como llegó ella a la glorificación final: “Haz que la iglesia, asociándose con María a la pasión de Cristo, merezca participar de su resurrección”. Estamos en el corazón de la liturgia del 15 de septiembre, la auténtica dimensión cristiana y el sentido último y denso de la celebración, los mismos motivos que aparecen en el Stábat Mater. Lo que se vislumbra al comienzo de la colecta encuentra su petición consecuente en su segunda parte: pasión del Hijo y de la madre (petición de conglorificación). Estas dos peticiones piden lo esencial para la vida de la iglesia. Respetan su ya y su todavía no. San Pablo nos ayuda a profundizar en el sentido de estas súplicas. La comunión total con Cristo Señor nos da la garantía de participar en su vida divina (también la antífonas de laúdes y vísperas). El espíritu que él nos ha obtenido “da testimonio juntamente con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo” (Rom 8, 1-17). Cristo quiso libremente señalar el camino del hombre participando en todo y para todo de la vida humana, viviendo un período concreto de acontecimientos, alegrías y sufrimientos, viviendo hasta el fondo la muerte por la vida. La comunión con él, ser coherederos con su persona, como la vivió también la virgen María, supone asumir, iluminados conscientemente por la fe, la vida de cada día, en donde el límite propio del hombre, el sufrimiento, es un elemento no accesorio: “Coherederos de Cristo, si es que padecemos juntamente con él (Rom 8,17). La participación en la pasión tiene dos perspectivas: personal y comunitaria. Es anhelo por la continua liberación de toda forma de pecado, de mal, individual y social. El volver a tomar día tras día la propia cruz (Lc 9,39) y aliviar com-pasivamente la cruz de cualquier hombre que esté en nuestro Camino y la de la humanidad de que formamos parte (Lc 10,25-37; Jn 13,34). Pero esta pasión no es fin de sí misma, sino que es para la vida: “Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto” (Jn 12,24); y es para la vida sin fin: “Padecemos juntamente con él, para ser también juntamente con él, para ser también juntamente glorificados” (Rom 8,17); “si sufrimos con él, también con él reinaremos” (2 Tim 2, 11). Se trata de la tensión escatológica hacia la vida de toda la existencia cristiana. Se trata de la esperanza, que sostiene el ya de la iglesia, mientras camina hacia el todavía no. Esperanza que se centra esencialmente en la resurrección de Cristo, el primero de los vivientes (Rom 8, 18-30)

b) Triduo pascual.

Una serena meditación y lectura de la presencia de la Virgen a lo largo del año litúrgico ha llevado a la constatación de que en el triduo pascual de la liturgia romana la participación de la madre en la pasión del Hijo, a pesar de ser un elemento intrínseco del misterio que se celebra, no ha sido explicitada de ninguna forma. Sin embargo, la tradición litúrgica de rito bizantino y de otros ritos orientales se muestra sensible a esta dimensión celebrativa. En la liturgia propia de la Orden de los Siervos de María, oficialmente aprobada, se ha encontrado una formo específica que se sitúa ritualmente después de la adoración de la Cruz el viernes santo. La sobria secuencia ritual que señala cómo la virgen María está indisolublemente unida a la obra de salvación realizado por su Hijo, fiel y fuerte hasta la cruz, madre de todos los hombres, modelo de la iglesia, está compuesta de una admonición a la que siguen unos momentos de oración en silencio y el canto de algunas estrofas del Stábat Mater u otro canto debidamente escogido. En el corazón de la celebración del misterio pascual se pone de relieve discretamente la primera participación de la humanidad en la pasión redentora: como para la encarnación, también para la redención, en el sentido de Col 11,24.

c) Ejercicios piadosos.

1) Inspirándose probablemente en el uso de rezar el rosario, se difundió en el s. XVII la Corona de la Dolorosa, mejor llamada inicialmente de los Siete Dolores. En una de las primeras ediciones impresas, dicha Corona se compone de elementos rituales que se mantendrán esencialmente en vigor incluso en nuestros días: introducción; enunciación de un dolor, un Padrenuestro-siete Avemarías “en veneración de las lágrimas que derramó la Virgen de los dolores”, finalmente una parte del Stábat Mater (más tarde se recitó completo) con una oración para terminar.

2) La Via Matris dolorosae. Para facilitar el modo de meditar los dolores de María, de forma análoga al Vía Crucis, este piados ejercicio recuerda a la mater dolorosa pasando de una estación a otra, en la que se representa cada uno de los siete dolores principales. Su origen parece remontarse al s. XVIII y se practicó inicialmente y en particular en las iglesias de los Siervos de María de España. Uno de los primeros testimonios escritos, conservados hasta hoy, donde se refiere el método para celebrar la Via Matris, se remonta a 1842. Normalmente este piadoso ejercicio se practica los viernes de cuaresma. Desde 1937 hasta los años sesenta, bajo la forma de novena perpetua, adquirió una importancia muy amplia en Chicago y en las dos Américas.

3) La Desolada. También este piadoso ejercicio se desarrolló en el s. XVIII. Nació de la consideración, en cierto modo pietista, de que María vivió el colmo de su dolor durante la sepultura de su Hijo; en este período ella se vio realmente “desolada”; por eso, para “com-padecer-la” algunos estaban en oración desde el atardecer del viernes santo hasta las dieciséis del sábado santo, así como todos los viernes del año.

d) Religiosidad popular.

La imagen de la madre vestida de negro manto es una presencia casi constante en las tradiciones populares que veneran a la Dolora, desde el comienzo de la devoción hasta nuestros días. Sin embargo, no es fácil encontrar una documentación exhaustiva que permita recoger las diversas formas con que la religiosidad popular, entendida en el sentido más amplio del término, ha expresado y sigue expresando su devoción a la mater dolorosa. No cabe duda de que en occidente la devoción a la Dolorosa, antes de encontrar su codificación litúrgica o en los oficios “de compassione” (desde el s. XV) o en las misas (desde comienzos del s. XV), encuentra un favor especial en las expresiones populares. La figura de madre enlutada sigue estando esencialmente ligada a otra imagen pedagógicamente hegemónica, a su stare recogido, inmóvil y mudo del evangelio de Juan o al contemplar velado en lágrimas de Stábat. Lo mismo podemos decir de las formas religiosas que se desarrollaron después del concilio de Trento, especialmente de las procesiones dramáticas y escenificaciones presentes sobre todo, aunque no sólo, en el sur de la península italiana y en España. Probablemente hoy estas formas, no siempre administradas directamente por la comunidad cristiana, son las únicas expresiones periódicas que nos quedan de la religiosidad popular en que directa o indirectamente se expresa la devoción a la Dolorosa.


III. Nota histórica.

Muy recientemente todavía el editor de la Bibliografía mariana, G. Besutti, señalaba: “La historia de la piedad cristiana con la virgen María, que padece con su Hijo al pie de la cruz, no ha sido escrita aún por completo de forma que comprenda no sólo al oriente, sino a todas las regiones de occidente. Hay muchos aspectos, incluso importantes, que están más o menos diseminados por todas partes y que, si no se han ignorado, al menos no han sido valorados debidamente”. Y en este contexto refiere cómo en Herford (Paderborn) se fundó en 1011 un oratorio dedicado a “S. Mariae ad Crucem”. Esta cita revela cierto interés, en cuanto que de alguna manera confirma las observaciones de Wilmart: hay que poner antes del s. XII el nacimiento de esa corriente piadosa que se inspira en la meditación compasión de María al pie de la cruz. Sin embargo, todavía queda por precisar los tiempos y los lugares en que maduraron las reflexiones de los primeros padres de oriente y de occidente, las intuiciones poéticas y homiléticas, en concreto bizantina (por ej., Romanos Melodas, , que fueron poniendo progresivamente en relación la espada profetizada de Simeón con la compasión de la Virgen y su participación en la pasión redentora del Hijo.

A lo largo del s. XIII se elabora la devoción a la Dolorosa, precisándose a comienzos del s. XIV como devoción a los Siete dolores. Pero “el primer documento cierto sobre la aparición de la fiesta litúrgica del dolor de María proviene de una iglesia local”; en efecto, el 22 de abril de 1423 un decreto del concilio provincial de Colonia introducía en aquella región la fiesta de la Dolorosa en reparación por los sacrílegos ultrajes que los husitas habían cometido contra las imágenes del crucificado y de la Virgen al pie de la cruz. La fiesta llevaba por título “Commemmoratio angustiae et doloribus Betae Mariae Virginis”, según el tenor del decreto conciliar, que decía: “... Ordenamos y establecemos que la conmemoración de la angustia y del dolor de la bienaventurada Virgen María se celebre todos los años el viernes después de la domínica Jubilate (tercer domingo después de pascua), a no ser que ese día se celebre otra fiesta, en cuyo caso se transferirá al viernes próximo siguiente”.

En 1482 Sixto IV compuso e hizo insertar en el Misal romano, con el título de Nuestra Señora de la Piedad, un misa centrada en el acontecimiento salvífico de María al pie de la cruz. Posteriormente esa fiesta se difundió por occidente con diversas denominaciones y fechas distintas. Además de la denominación establecida por el concilio de Colonia y la que se fijaba en la misa de Sixto IV, era llamada también: “De transfixione seu martyrio cordis Beatae Mariae”, “De compassione Beatae Mariae Virginis”, “De lamentatione Mariae”, “De planctu Beatae Mariae”, “De spasmo atque dolorigus Mariae”, “De septem doloribus Beatae Mariae Virginis”, etc.

Mientras tanto, el 9 de junio de 1668 se les concedián a los Siervos de María la facultad de celebrar el tercer domingo de septiembre la “Missa de septem doloribus B.M.V.” con un formulario que se deduce que es muy parecido al de 1482. Esta misma es la que, con algunas ligeras modificaciones, se recoge en el Misal de Pío V el viernes de pasión. En realidad, la fiesta del viernes de pasión, concedida el 18 de agosto de 1714 a la Orden de los Siervos, se extendió, por petición de la misma orden, a toda la iglesia latina bajo el pontificado de Benedicto XIII (22 de abril de 1727). Además, Pío VII, el 18 de septiembre de 1814 extendió al tercer domingo de septiembre la fiesta de los Siete dolores con los formularios para el oficio divino y para la misa que ya estaban en uso entre los Siervos de María. Finalmente, con la reforma de Pío X, ante el deseo de realzar el valor de los domingos, esta fiesta quedó fijada el 15 de septiembre, fecha que estaba ya en uso en el rito ambrosiano, que por no tener la octava de la Natividad de la Virgen, celebró siempre ese día los dolores de María.

La fiesta del viernes de pasión quedó reducida por la reforma de las rúbricas de 1960 a una simple conmemoración. El nuevo calendario promulgado en 1969 suprimió la conmemoración del tiempo de pasión y redujo a la categoría de “memoria” la fiesta de los siete Dolores de septiembre bajo el nuevo título de “Nuestra Señora la Virgen de los Dolores”.


IV. Conclusión.

La historia de esta devoción, como ya se ha observado y como se deduce igualmente de estas notas, parece trazar una línea curva que alcanza su apogeo en los períodos de codificación litúrgica. La ósmosis entre lo popular y lo oficial, aun en medio de los reflujos pietistas que es posible constatar, conduce a una intensidad difusa del sentimiento de devoción hacia la mater dolorosa. Precisamente cuando la ósmosis es mayor es cuando la intensidad aparece más profunda. Pero es preciso subrayar que el progresivo replanteamiento litúrgico a lo largo del s. XX, ayudado en este punto por la reflexión bíblico-patrística, coincide con la “cualidad” de la meditación sobre el misterio del dolor de santa María, insertándolo en un contexto más amplio de historia de la salvación; no se contempla ni se venera a la mater dolorosa solamente para participar conscientemente, en cuanto personas particulares, en la pasión de Cristo a fin de vivir su resurrección, sino que además se hace esto para que María, como imagen de la iglesia, inspire a los creyentes el deseo de estar al lado de las infinitas cruces de los hombres para poner allí aliento, presencia liberadora y cooperación redentora. Además, la Dolorosa puede recordad a los hombres de nuestro tiempo, inquietos y preocupados por la esencialidad de las cosas, que la confrontación con la palabra de la verdad y su manifestación pasa ciertamente por la experiencia de la espada (Lc 2,35; 14, 17; 33,36; Sab 18,15; Ef 6,17; Heb 4,12; Ap 1,16), que traspasa el alma, pero que abre también a una nueva conciencia y a una misión renovada (Jn 19, 25-27), que va más allá de la carne y de la sangre y de la voluntad del hombre, puesto que brota de Dios (Jn 1, 13).

Fuente: Nuevo Diccionario de Mariología. Ediciones Paulinas.

(fuente: www.corazones.org)

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